Entre las obras del Hermitage
guardé mis propios tesoros:
la primera sonrisa de Katya,
las lágrimas de homesickness,
el sabor del primer té compartido
con compañeros de otras tierras.
una página de mi diario íntimo,
cada cuadro, un espejo
donde me veía transformándose
de estudiante asustado
en joven que comienza a entender.
Los Da Vinci me enseñaron
que la perfección existe
pero requiere años de error,
los Rembrandt, que la luz
siempre encuentra la forma
de romper la oscuridad más densa.
Caminaba por esos pasillos
como por los corredores
de mi propia educación sentimental,
aprendiendo que el arte verdadero
no está en los museos solamente
sino en el valor de atreverse a vivir.
La Universidad de la Amistad
era mi hermitage personal,
donde coleccionaba experiencias
más valiosas que cualquier lienzo:
la risa de Ahmed cuando hablaba árabe,
el silencio de Yuki al escribir haikus.
En Sochi, frente al Mar Negro,
comprendí que había creado
mi propia galería de memorias,
cuadros invisibles pero eternos
pintados con los colores
de la juventud y la esperanza.
