Te escribo esta carta en estas navidades, no sé si te llegará o no, pero en todo caso quiero que sepas que te extraño mucho, que tu ausencia pesa como la nieve que nunca cae en nuestras tierras tropicales. No sé cómo es el cielo, ese lugar que escogiste para tu retiro eterno, pero imagino que debe ser tan luminoso como tu sonrisa, tan acogedor como tus brazos cuando éramos niños y corríamos hacia ti buscando consuelo. Estás ahora con todos aquellos seres queridos que habían decidido, antes que tú, retirarse de este mundo de inquietudes y tristezas. No sé si celebran navidades y año nuevo en ese lugar donde habitas ahora, si adornan con luces o si simplemente la luz emana de ustedes mismos. Pero sé que todos estarán reunidos, riendo con esa alegría que solo conocen quienes han dejado atrás el peso de lo terrenal.
Mamá, la familia ha cambiado tanto desde que te fuiste. Todos los integrantes, a excepción de Aurita y Alejandra, decidieron irse a Estados Unidos. Parece que papá los llevó a su hogar nuevamente, como aves migratorias que siguen un instinto ancestral. No sé si fue la mejor decisión, hay momentos en que pienso que debieron quedarse aquí, cerca de tus recuerdos, cerca de esta casa que tanto amaste. Solo sé que ya no están con nosotros, que las reuniones ahora son más pequeñas, más silenciosas, y que tu ausencia se siente duplicada por la de ellos.
Tu casa, mamá, trato de mantenerla en buen estado, bella y limpia como a ti te gustaba, como si en cualquier momento fueras a abrir la puerta y a reclamarme si encuentras polvo en algún rincón. No sé hasta cuándo podré hacerlo, el tiempo es incierto y mis fuerzas no son las mismas, pero mientras pueda, esta casa seguirá siendo tu templo, el santuario de tus memorias.
Todos los días bajo a encender la luz de la casa, como si fuera un ritual sagrado, un acto de amor que te dedico en silencio. Le doy un poco de compañía para que no se sienta sola, para que las paredes no olviden el sonido de nuestras voces, para que los muebles no se entristezcan en la oscuridad. Cada interruptor que acciono es una oración, cada bombilla que se ilumina es una vela encendida en tu memoria.
Me encanta entrar a tu cuarto, mamá, aunque cada vez que lo hago siento que mi corazón se parte en dos. Tu olor se mantiene intacto entre las sábanas, en el armario, flotando en el aire como un fantasma dulce y doloroso. Ese aroma que es únicamente tuyo, mezcla de tu perfume, del jabón que usabas, de tu esencia misma, me llena de mucha tristeza y nostalgia, pero también de una extraña paz, porque por un momento puedo cerrar los ojos y fingir que sigues aquí, que solo saliste un momento y que pronto regresarás. Tu risa la almaceno en mis recuerdos como la primera vez que la escuché, como un tesoro que guardo celosamente en el cofre de mi memoria, temiendo que con el paso del tiempo se desvanezca como el eco de una campana lejana.
¿Sabes algo, mamá? Recuerdo cuando en más de una oportunidad te llevé al Teatro Chacaito a ver esas obras de teatro que tanto te gustaban. Recuerdo tu emoción al entrar, cómo te arreglabas especialmente para esas salidas, cómo brillaban tus ojos de anticipación. Y recuerdo, sobre todo, que tu risa era tan contagiosa, tan espontánea y cristalina, que en ocasiones me hacías pasar pena. La gente te miraba y comenzaba a reírse también, contagiada por tu alegría genuina, y tú no dejabas a los actores continuar su trabajo porque tus carcajadas llenaban toda la sala. Yo me hundía en mi asiento, entre avergonzado y orgulloso de tener una madre tan auténtica, tan incapaz de fingir o contenerse. Qué días aquellos, mamá, qué tiempos tan hermosos que ahora veo envueltos en la bruma dorada de la nostalgia.
Hoy entiendo, mamá, con una claridad que solo da la pérdida, que tú eras la Navidad. No los adornos, ni las luces, ni la comida, ni los regalos. Eras tú. Eras la fuente inagotable de alegría, el centro gravitacional alrededor del cual giraba toda nuestra existencia. Todo nuestro mundo giraba en tu entorno, como planetas alrededor del sol, y cuando te fuiste, fue como si ese sol se apagara y quedáramos a la deriva en la oscuridad, tratando de recordar cómo era sentir su calor.
Déjame contarte cómo están todos, porque sé que te preocupabas por cada uno de nosotros. Alfredo está bien, con sus altos y bajos, como las olas del mar, pero sigue adelante con esa fortaleza silenciosa que siempre lo ha caracterizado. Neye, igual que él, tiene días buenos y días difíciles, pero ambos están siempre recordándote, invocando tu nombre en conversaciones, trayendo a la mesa anécdotas de cuando estabas con nosotros. Teto compró casa, ¿puedes creerlo? Y está en su nuevo trabajo, estableciéndose, construyendo su vida con esa determinación que heredó de ti. Estamos muy orgullosos de él, mamá, y sé que tú también lo estarías si pudieras verlo ahora, tan adulto, tan responsable.
Y Aurita, mamá, Aurita es toda una profesora de inglés. Habla el idioma mejor que nosotros, con una fluidez y una precisión que nos deja asombrados, y aún no ha vivido en Estados Unidos. Todo lo ha aprendido aquí, con esfuerzo y dedicación, con esa disciplina que tú le inculcaste. Debes estar muy orgullosa de ella, donde quiera que estés, porque realmente es admirable lo que ha logrado.
Tus nietos están muy bien, mamá. Algunos han comprado ya casa y están consolidando sus núcleos familiares, creando sus propios hogares, perpetuando esa tradición de amor y unión que tú nos enseñaste. Han aumentado tus bisnietos, ¿lo sabías? La familia crece como un árbol que extiende sus ramas hacia el cielo, y si los vieras, si pudieras ver sus caritas, sus sonrisas, te sentirías tan orgullosa de ellos. Son excelentes en sus escuelas y liceos, estudiosos y aplicados. Ni qué decirte de Kabir, que está sacando muchas materias sobresalientes, brillando con luz propia, demostrando que lleva en la sangre esa inteligencia y esa capacidad que siempre caracterizó a nuestra familia.
Esta Navidad tampoco estarás con nosotros, mamá, no hay árbol hermoso, ni las luces brillarán, no habrá comida y tal vez ni risas, ya que faltará tu presencia, ese ingrediente secreto que lo convertía todo en magia. Yo estaré en tu casa, contagiándome de tus olores y de tu risa que aún resuena en las paredes, aferrándome a lo poco que queda de ti en este mundo material. Nadie me apartará de esta casa, es mi promesa y mi refugio. No te puedo prometer lo mismo para el próximo año, ya que no sé qué estaré haciendo ni dónde me llevará la vida, ese río impredecible que nos arrastra sin consultarnos.
Te confieso algo, mamá, algo que he guardado en el corazón como un secreto precioso. Hice el viaje que tanto anhelaba por Europa Central. Visité Estonia con sus calles empedradas y su arquitectura medieval, Bielorrusia con su historia compleja y fascinante, y Praga, ah Praga, que me cautivó de tal manera que sentí que pertenecía allí. De haber tenido la posibilidad de quedarme, lo hubiera hecho sin pensarlo dos veces, porque por primera vez en mucho tiempo sentí que podía respirar, que podía ser yo mismo sin el peso de todo lo que he perdido.
Igualmente te confieso, mamá, y esto me cuesta escribirlo porque sé que te preocuparás incluso desde donde estés, que me siento preparado para mi retiro, para dar ese paso que tú diste antes que yo. No es que esté cansado de vivir, pero hay una fatiga del alma que no se cura con descanso. Hay ataduras, sí, responsabilidades y personas que dependen de mí emocionalmente, pero sé que al final entenderán, que sabrán que no fue por falta de amor sino por un exceso de añoranza. Quiero estar donde estás tú, mamá, quiero volver a escuchar tu risa sin que sea solo un eco en mi memoria.
Pero por ahora sigo aquí, cuidando tu casa, encendiendo tus luces, preservando tu recuerdo como el guardián de un tesoro sagrado. Porque aunque tú no estés físicamente, sigues viva en cada rincón de esta casa, en cada fotografía, en cada objeto que tocaste, en cada memoria que conservamos.
Te amo, mamá, con un amor que la muerte no puede matar, que la distancia no puede disminuir. Hasta que nos volvamos a encontrar.
Tu hijo que te extraña cada día.
