Por: Ricardo Abud
Hubo un tiempo en que la luz penetraba diferente entre los edificios de aquella ciudad. Un tiempo en que las edades eran sólo números tallados en la corteza del árbol de la existencia, irrelevantes ante la verdad absoluta que representaba ella. La conocí en enero cuando las estaciones cambiaban de nombre y los astros conspiraban en silencio. No sabía entonces que aquel encuentro redefiniría las coordenadas de mi universo.
En mi camino he sido bendecido con un privilegio que trasciende lo ordinario: haber conocido a aquella cuyo nombre no pronunció, pero cuya esencia habita cada rincón de mi existencia. La mujer, como la llamaré, apareció cuando los vientos del destino decidieron ser generosos conmigo.
Conocerla fue descubrir un universo dentro de otro. Sus ojos, cartografías de un mundo inexplorado, me invitaron a navegar por mares de profundidad insospechada. Su sonrisa, aurora boreal en medio de la rutina, transformó lo cotidiano en extraordinario.
El privilegio radica en haber sido testigo de su fortaleza. Como acero templado por el fuego de las adversidades, ella se mantiene erguida frente a las tormentas. Su determinación es una montaña que no se doblega ante vientos furiosos.
Con rigor implacable ha construido su propio camino, sin concesiones ni atajos. Observar enfrentar cada desafío con la precisión de un estratega ha sido una lección permanente de dignidad y entereza.
Ella apareció como aparecen las verdades fundamentales: sin advertencia y con la contundencia del relámpago que ciega momentáneamente pero ilumina todo el paisaje. Su presencia era un teorema imposible de demostrar mediante las matemáticas convencionales. Requería otro lenguaje, una gramática de gestos y silencios que tuvimos que aprender juntos. Camino a la azotea, en sus escaleras el humo de nuestro cigarro cargaba el ambiente de humo.
Había en ella una determinación salvaje. No aquella que se exhibe como estandarte, sino la que fluye subterránea y constante, erosionando las rocas más duras con la paciencia del agua milenaria. La vi enfrentar sus propios demonios con la misma elegancia con que enfrentaba el amanecer: sin aspavientos ni declaraciones grandilocuentes.
La edad no fue obstáculo. Éramos dos cronologías dispares que convergieron en un punto exacto del tiempo, como si el universo hubiera calculado meticulosamente nuestra colisión. Cuando nuestras historias se encontraron, las cifras que marcaron nuestros años se disolvieron en la insignificancia. Éramos contemporáneos de algo más antiguo y más vasto que nosotros mismos.
A veces, en la densidad de alguna medianoche particularmente honesta, me preguntaba si el cristal de aquel piso 11 había sido realmente tan resistente como para sostener el peso de dos existencias que se precipitaban una hacia la otra. O si acaso habíamos caído sin notarlo, y todo lo vivido después fue solo la construcción elaborada de una mente que no acepta su final.
La rigurosa arquitectura de su pensamiento me desarmaba. La pasión por su carrera era admirable. Construía argumentos como quien erige catedrales: piedra sobre piedra, con precisión matemática y, sin embargo, con una finalidad que trascendía la mera función. Discutía con la intensidad de quien sabe que las palabras tienen consecuencias, que modelan la realidad tanto como la reflejan.
En aquellos días, el tiempo adquirió una densidad diferente. Las horas se estiraban, se comprimían, se anudaban entre sí formando patrones irreconocibles para la física convencional. La gravedad operaba según leyes caprichosas cuando estábamos juntos.
"El vértigo no es miedo a caer", me dijo una vez, con la mirada fija en el vacío que se extendía más allá del vidrio de la habitación, el sudor golpeaba nuestras almas y el gozo era extraordinario "es el impulso de saltar" y ver más de cerca los barcos, sin saber si alguien con los binoculares envidiaba nuestro momento. Y en ese estado comprendí que ambos éramos vértigo, impulso contenido, potencia pura.
La determinación con que abordaba cada aspecto de su existencia tenía algo de implacable. No permitía medias tintas ni compromisos tibios. Exigía verdad, incluso cuando esa verdad erosionaba los cimientos de lo que habíamos construido. Recuerdo una tarde en que desmanteló mis certezas con la precisión de un cirujano, sin crueldad pero sin concesiones. Quedé expuesto, impresionado por aquella inteligencia aguda que veía a través de las capas de autoengaño que había acumulado como protección.
Hubo momentos en que su rigor me pareció excesivo, casi cruel. Como aquella madrugada en que, sentados al borde de la cama, con la ciudad extendiéndose por debajo como un organismo palpitante, me dijo: "No es suficiente amar. Hay que amar con exactitud". La precisión como forma de respeto, como manifestación suprema de atención.
La memoria preserva fragmentos inconexos: el reflejo de las luces urbanas, el azul del mar en todo su esplendor, sobre aquel vidrio que nos separaba del vacío; el sonido particular que hacían sus pasos sobre el piso de aquella habitación numerada; la tensión en sus hombros cuando algo le contrariaba profundamente; la geometría exacta de sus manos al sostener una taza de café, que le llevaba a su cama.
Nunca fue una mujer de excesos sentimentales. Su amor se manifestaba en la atención meticulosa a los detalles, en la memoria precisa de mis preferencias, en la observación aguda de mis patrones de comportamiento. Amaba como quien estudia un texto complejo: con devoción intelectual, con curiosidad insaciable, con el compromiso de quien busca comprender, no simplemente poseer.
Hubo noches, mientras la ciudad parpadeaba me confesaba sus miedos más profundos. No lo hizo con la vulnerabilidad desbordada que suele asociarse a tales momentos, sino con la sobriedad de quien presenta evidencia en un caso importante. Su franqueza tenía la cualidad del cristal que nos sostenía: transparente pero inquebrantable. Nunca desarme la ilusión utilizando sus confesiones, no hubo juicio ni perturbación, siempre respete sus infidencia, no hubo reciprocidad.
Quizá por eso la recuerdo siempre en aquella habitación, con el abismo a nuestros pies, separados de la caída solo por la fragilidad resistente del vidrio. Porque así fue nuestra historia: suspendida entre la solidez y el vacío, entre la certeza y el vértigo, entre la presencia y la ausencia.
Ella sabía que toda relación es, en esencia, una forma de vértigo controlado. Un dejarse caer con la esperanza de que algo, alguien, nos sostenga, testaruda para pasar el testigo de la carrera, siempre a la defensiva, deben ser las palabras adecuadas de lo contrario, la discusión generaba pequeños conflictos .
Hoy pienso que fue más maravilloso ese piso 11, que la alfombra de rosas tejidas en la montaña, donde el frío privaba nuestras mentes y las envolvió en pasión descontrolada, sumisa ahogaba su placer en las manos que proyectaban el amor más sublime que podía sentirse por alguien. Aunque creo que nunca lo entendió. La Colonia Tovar fue el escenario.
La intensidad de su mirada cuando hablaba de lo que realmente le importaba tenía algo de insoportable, como mirar directamente al sol. No era posible sostener ese contacto por mucho tiempo sin sentir que algo dentro de uno comenzaba a incendiarse. Y sin embargo, ¿Qué otra cosa podía hacer yo sin arder bajo ese escrutinio? ¿Qué otra cosa sino convertirme en ceniza y, paradójicamente, sentirme más vivo que nunca?
A veces, en la quietud que sigue a las tormentas importantes, aún percibo el eco de su voz diseccionando meticulosamente alguna idea. Aún siento el peso específico de su silencio cuando consideraba un argumento. Y comprendo entonces que conocerla fue un privilegio comparable al de los antiguos iniciados en los misterios: una revelación que te transforma irrevocablemente, que te deja marcado para siempre.
Las noches en aquella habitación habitación 11-17 tuvieron una cualidad particular, como si el tiempo hubiera sido suspendido por decreto divino en esa Isla maravillosa. La ciudad bajo nuestros pies parecía un reflejo invertido del cielo estrellado, y nosotros, atrapados entre dos infinitos, nos aferramos el uno al otro con la desesperación de quien ha comprendido la verdadera naturaleza de la existencia.
Cuando pienso en ella ahora, la veo siempre a contraluz, su perfil recortado contra el ventanal que nos separaba del vacío. Inmóvil, contemplativa, matemáticamente perfecta en su composición. Como si aquel vidrio nos hubiera capturado a ambos en su transparencia engañosa, reservándose en un instante eterno.
Privilegio es la palabra correcta. Haberla conocido fue ser admitido en una dimensión paralela donde las reglas habituales quedaban suspendidas, donde la intensidad de la experiencia convertía todo lo demás en pálidas aproximaciones a lo real. Porque ella era real como pocas cosas en este mundo lo son: sin pretensiones, sin artificios, con la contundencia de los fenómenos naturales.
El rigor con que ejecutaba hasta los actos más triviales tenía algo de ritual, de ceremonia secreta. Como si cada gesto fuera una ecuación que debía resolverse con absoluta precisión. La vi más de una vez pasar media hora ajustando la posición exacta del relinchar de sus tacones, midiendo ángulos imaginarios, retrocediendo para evaluar el efecto desde diferentes perspectivas. No era obsesión sino respeto: por el objeto, por el espacio, por la verdad geométrica que buscaba en cada paso que daba.
Ella sabía que toda gran verdad es, en esencia, matemática. Que el amor mismo puede ser expresado como una función compleja si se tienen las variables correctas. Y quizá por eso su forma de amar tenía esa cualidad abstracta y concreta a la vez, como los números irracionales: infinitos pero precisos, a veces muy seca.
En una oportunidad el amanecer nos sorprendió indecisos entre el sueño y la vigilia. La ciudad comenzaba a despertar, y la luz incipiente transformaba el cristal de la ventana en un espejo que nos devolvía nuestras propias imágenes, superpuestas sobre el paisaje urbano. Por un instante fuimos simultáneamente reales y reflejados, presentes y recordados, carne y memoria.
Privilegio fue haberla conocido en la plenitud de su complejidad. Privilegio fue haber sido objeto de su atención meticulosa. Privilegio fue existir en la misma ecuación temporal que ella, compartir variables, influir en sus resultados. Privilegio fue estar suspendido con ella sobre el abismo, confiando en la resistencia de un cristal aparentemente frágil. Privilegio fue conocer el vértigo y no sucumbir a él. O tal vez sí caímos, y esto que llamo memoria es solo la expansión infinita de aquel último instante antes del impacto.
Ella permanece, paradójicamente, innombrable. No por falta de palabras sino por exceso de significado. Cualquier denominación resultaría reductiva frente a la vastedad de lo que representó, sin menoscabo de su actitud hoy hostil a que su nombre viaje desde mi alma, hacia las proximidades del algoritmo ensordecedor. Así que permanece como un territorio sin mapa, como una ecuación sin resolver completamente, como un teorema cuya demostración ocuparía más espacio que el universo mismo.
El privilegio persiste en el recuerdo, en la marca indeleble que dejó su paso por mi existencia. Como la sombra que proyecta un objeto iluminado por una luz intensa, su ausencia tiene forma, peso, densidad. Y en esa ausencia con forma precisa encuentro, paradójicamente, su presencia más auténtica.
Mientras el cristal del ventanal en el piso 11 nos sostenía sobre el abismo de la ciudad, comprendí que todo amor verdadero es, en esencia, un acto de fe en la física improbable de los encuentros humanos. Una confianza irracional en que algo tan frágil como el vidrio o el corazón pueda soportar el peso tremendo de dos existencias en caída libre.
Aprendí de ella el valor de la constancia, el poder de una presencia que no se dobla. Su amor tiene la claridad del agua y la fuerza de un río que sabe su destino, aunque en ocasiones dudo, y siempre mostró miedo ante lo inevitable, no salir de su zona de confort.
Ella ha sido un acto de voluntad diaria, de piel y de alma. Ha sido aprender que los vínculos no se heredan ni se improvisan: se construyen con manos limpias y con el alma abierta.
Fui testigo del modo en que camina hacia la vida: sin adornos pero con fuego, sin ruido pero con profundidad. Lo nuestro fue un cuento de hadas, tejido en la incertidumbre, es una crónica real de dos personas que eligieron cada día no soltarse. Ella, sin nombre, sin ataduras, me enseñó a querer sin miedo, a sostener sin fuerza, a quedarme por amor y no por costumbre.
Decía poco, pero cada palabra suya parecía tener el peso específico de un continente. No buscaba ser entendida, buscaba ser verdadera. No justificaba lo que sentía: simplemente lo mostraba, con la naturalidad de un relámpago.
No me enseñó a amar, eso sería demasiado romántico, casi una lección de escuela, pero me mostró que se puede vivir sin armaduras. Que se puede abrir la puerta y dejar pasar a alguien, sin llaves ni contraseña, aunque siempre la negó, el misterio de su pasado siempre la turbaba y lo escondía. No entendió que la intimidad no es desnudez sino decisión, honestidad. Y ella decidió quedarse, hasta que no.
Hoy podría decir que fue una historia interrumpida, quizás sí. No lo sé. Lo cierto es que cuando uno ha amado desde el rigor y la determinación, no se puede hablar de pérdida. Se habla de haber tenido el privilegio. Y yo lo tuve.
No he vuelto a mirar por las ventanas de los hoteles altos. No porque tenga miedo a caer, sino porque sé que no estará ella para recordarme que aún puedo sostenerme.
Nota: Gracias mi dios, por darme la oportunidad de publicar poco a poco todo lo que he venido escribiendo a través de los años, hoy modificando algo, los textos, los títulos, presente por pasado y quitar el nombre de Ella, su paz hoy no está en mi nombre, solo resentimiento y mucho odio hacia mi, es su odio y su resentimiento no me pertenece ya que no lo atesoro. .

3 comentarios:
Este cuento sabe a verdad. Y si ocurrió, si existió ella y ese cuarto número 11, te felicito por saber expresar tan bien , un amor intenso, profundo, pero corto, pero que el tiempo no borra porque cada vez que lo piensas, consigues adjetivos qué añadir por el bienestar que le causó a tu vida. Bello.
Gracias Denis. Si fue verdad
Que destreza y juego de la metáfora, bienaventurada por aquella que hizo sentir lo que escribistes amigo, sigue adelante o hay quien te detenga. Maruja.
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