navegaron mis emociones de estudiante:
unas veces lágrimas de frustración
cuando el idioma se me escapaba
de quien aún no sabe asir.
Otras veces carcajadas
que rebotaban en los puentes
como ecos de la felicidad pura
de quien descubre que puede
hacer amigos sin compartir
el mismo idioma materno.
Los canales guardaron secretos
susurrados en noches de insomnio,
confesiones de amor imposible
a compañeras que venían
de continentes lejanos
con ojos que brillaban como estrellas.
En sus aguas se reflejaba
no solo la arquitectura imperial
sino también mi rostro cambiando,
madurando con cada semestre,
perdiendo la inocencia
y ganando sabiduría.
La Universidad flotaba
como un barco en esos canales,
llevándonos a todos nosotros
hacia puertos desconocidos
donde cada materia aprendida
era una nueva forma de navegar.
Cuando llegaba a Sochi
y veía el mar abierto,
entendía que los canales
habían sido solo preparación
para navegar en aguas
más profundas y desafiantes.
En las olas del Mar Negro
se disolvían las lágrimas
acumuladas durante el año,
y nacían nuevas fuerzas
para enfrentar otro curso,
otro invierno, otra transformación.