escuchaba sinfonías mientras estudiaba,
las notas se filtraban por las ventanas
como bandas sonoras
de mi propia película formativa.
Cada materia tenía su música:
las matemáticas sonaban a Bach,
precisas e implacables,
la literatura a Tchaikovsky,
llena de pasión y melancolía
que me llegaba hasta los huesos.
Mis compañeros también tocaban
sus propios instrumentos vitales:
Pancho con su guitarra española
que lloraba en las noches,
Amina con su voz que cantaba
nanas africanas para dormir.
En los exámenes, el silencio
era una pausa musical dramática,
el momento antes del crescendo
donde todos conteníamos la respiración
esperando que la siguiente nota
fuera la correcta.
La Universidad entera vibraba
como una caja de resonancia
donde cada idioma era un timbre,
cada risa una percusión,
cada lágrima una cuerda
que alguien había tocado demasiado fuerte.
