ciudad que con tus cúpulas doradas
arrancaste de mi pecho la calma,
dejándome herido de nostalgia eterna.
y cada adoquín me susurra tu nombre,
cada esquina refleja tus plazas rojas,
cada campanada me devuelve a tus iglesias
donde mi alma encontró su prisión dorada.
Fuiste tú quien me enseñó
que el amor verdadero duele,
que la belleza es un puñal
que se clava hondo en el corazón
y nunca, nunca se retira.
Plaza Roja, corazón de mis desvelos,
donde mis pasos resonaron
como plegarias en el eco de la historia.
Kremlin, fortaleza de mis sueños,
murallas que guardan mis lágrimas
como tesoros de un reino perdido.
¿Cómo pudiste, ciudad cruel y hermosa,
robarme la paz con tanta delicadeza?
Con tus noches blancas de verano
cuando el sol se negaba a partir,
como mi alma se niega ahora
a olvidar tus calles empedradas.
Moscú, serpiente de hielo y fuego,
que serpenteaste por mis venas
hasta convertirte en mi sangre,
hasta hacerte dueña de mis latidos,
hasta robarme el derecho
a ser feliz en cualquier otro lugar.
Tus inviernos grabaron en mi piel
cicatrices de frío y añoranza,
tus primaveras me prometieron
eternidades que se quebraron
como cristales en mis manos temblorosas.
Metro que me llevaba cada mañana
a través de túneles de esperanza,
estaciones que eran catedrales subterráneas
donde yo rezaba sin saberlo
por poder quedarme para siempre
en tu abrazo de piedra y melancolía.
Moscú, madre terrible y tierna,
que me acunaste entre tus brazos de nieve
y me cantaste nanas en ruso
que aún escucho en mis insomnios,
palabras que no entiendo
pero que mi corazón traduce
como “nunca podrás irte de verdad”.
Bolshói, donde vi danzar a los ángeles,
donde entendí que la belleza
puede ser tan intensa
que rompe algo dentro de nosotros,
algo que nunca vuelve a sanar,
algo que nos deja marcados
con tu nombre escrito en el alma.
Río Moscova, testigo silencioso
de mis paseos al atardecer,
cuando tus aguas reflejaban
las cúpulas de San Basilio
y yo sabía, con certeza profunda,
que estaba viviendo
los días más hermosos de mi vida,
y que algún día los lloraría
hasta quedarme sin lágrimas.
Ahora vivo en el exilio
de quien conoció el paraíso,
ahora camino por el mundo
como un fantasma buscando
sombras de tus calles,
ecos de tus voces,
fragmentos de tu alma
en ciudades que jamás
podrán compararse contigo.
Moscú, ladrona de corazones,
coleccionista de almas perdidas,
tú que me robaste la capacidad
de amar otro lugar con la misma intensidad,
tú que me condenaste
a ser un eterno nostálgico,
un perpetuo extranjero
en cualquier tierra que no seas tú.
Y cuando llegue mi último día,
cuando mis pulmones busquen
su último aliento,
cuando mis ojos se cierren
por última vez,
sé que estaré contigo.
Mis últimos suspiros
serán caminatas por el Arbat,
mis últimos latidos
resonarán en tus campanarios,
mi última sonrisa
será para tus cúpulas doradas
que brillan bajo la nieve eterna.
Y en ese momento final,
con la voz que me quede,
con el último hilo de vida,
te diré lo que siempre supe:
“Gracias, Moscú.
Gracias por robarme la paz.
Gracias por enseñarme
que hay lugares en este mundo
tan hermosos, tan perfectos,
que vale la pena sufrir por ellos
toda una vida.
Gracias por ser mi hogar
cuando no tenía hogar,
gracias por ser mi amor
cuando no sabía amar,
gracias por ser mi dolor
más hermoso y necesario.
Gracias por las noches
cuando me perdía en tus calles
y no quería ser encontrado,
gracias por los amaneceres
que me despertaban
con tu luz filtrada
entre mis cortinas baratas.
Gracias, Moscú,
por robarme la paz emocional
y cambiarla por algo infinitamente mejor:
la certeza de haber conocido
la ciudad más hermosa del mundo,
la certeza de haber sido
profundamente amado
por tus calles, por tu cielo,
por tu alma milenaria.
Gracias por ser
mi eterna herida hermosa,
mi nostalgia más preciada,
mi amor imposible y perfecto.
Gracias, amada Moscú,
por robármelo todo
y dármelo todo
al mismo tiempo.”
Y así, con tu nombre
en mis últimos suspiros,
regresaré a ti
para no irme jamás.
Porque quien ha amado a Moscú
nunca muere realmente:
simplemente regresa a casa.