caminaban fantasmas de estudiantes
que habían pasado antes que nosotros:
generaciones de jóvenes soñadores
que habían dejado sus pasos
grabados en el piso de madera.
aquí lloró un estudiante de Nigeria
al recibir noticias de casa,
allí celebró una muchacha polaca
su primer examen aprobado,
en esa esquina alguien se enamoró.
Mis propios pasos se sumaban
al coro infinito de pisadas,
mi historia personal se entrelazaba
con la historia colectiva
de todos los que habían pasado
por esos corredores sagrados.
Los pasillos conocían secretos
que ningún profesor enseñaba:
dónde lloraba en silencio
cuando la nostalgia me aplastaba,
dónde reía hasta dolerme
cuando mis amigos me consolaban.
De noche, cuando el edificio
quedaba vacío y silencioso,
parecía que se podían escuchar
todos los ecos acumulados:
risas, llantos, susurros, gritos
de generaciones de estudiantes.
En Moscú aprendí que
los edificios tienen memoria,
que las paredes absorben
las emociones de quienes
las habitan día tras día
construyendo su futuro.
Ahora, cuando visito universidades,
siempre escucho los pasillos:
cada una tiene su propia sinfonía
de pasos y esperanzas,
pero ninguna suena igual
que la de mi alma mater.