sembré con puños la semilla del rencor,
un fruto amargo, de savia espesa,
que creció regado con lágrimas y furor.
absorbían hiel en lugar de rocío,
y mi pecho —una fragua sellada—
donde el odio templaba su cuchillo frío.
Caminé sobre campos de espejos rotos,
mis pasos resonaban como gritos sin voz,
y mi sombra, alargada por fuegos internos,
devoraba el sol que sembraba Dios.
Pero en medio del grito más hondo,
cuando el alma crujía de sed y castigo,
una flor —no pedida, no merecida—
brotó sin permiso, sin abrigo.
Era su perfume una voz olvidada,
era su tallo un susurro ancestral:
“Hijo, no fuiste forjado para herir
como filo ni para anclarte en la
amargura como estatua de de sal.”
Y comprendí que la herida, al arder,
era cuna de mi despertar feroz,
que mi furia era solo un lenguaje
mal aprendido, lejos de Su voz.
Así, con manos aún manchadas,
comencé a escarbar entre ruinas y hueso,
y hallé que el amor —aun no sentido—
esperaba, quieto, bajo el peso del desprecio.
Mi transformación no fue ala ni nube,
fue incendio, ceniza, desgarro y temblor,
pero de mi odio nació la pregunta
y en la pregunta... se encendió el Señor