escrito en las arenas de Sochi
y en la nieve de Moscú
diría que fui bendecido
por haber vivido en dos mundos
que se completaban mutuamente.
me enseñó que educar es amar,
que aprender es una forma
de oración laica,
que cada estudiante que pasa
por sus aulas es un milagro.
A mis compañeros de entonces,
dispersos ya por el mundo entero,
les digo que fueron mis hermanos
de una hermandad sin sangre,
unidos por algo más fuerte
que cualquier lazo familiar.
A los profesores que tuvieron
paciencia con mi ignorancia,
que vieron potencial donde
yo solo veía confusión,
que creyeron en mí antes
de que yo creyera en mí mismo.
A Moscú, ciudad gigante
que me abrigó con sus inviernos
y me enseñó que la grandeza
no está en el tamaño de los edificios
sino en la profundidad
de las experiencias que albergan.
A Sochi, oasis de calma
donde mis veranos renacían
como flores después de la helada,
donde aprendí que descansar
también es una forma de estudiar:
se estudia la felicidad.
Si alguien lee este testamento
cuando yo ya no esté,
que sepa que existió un tiempo
en que la educación era
un acto de amor internacional
y la juventud creía en la fraternidad.
Que sepa que hubo una Universidad
donde se enseñaba la materia
más importante del mundo:
cómo ser humano entre humanos,
cómo construir puentes
donde otros construyen muros.