No la detengas con ruegos, ni con promesas, ni con la nostalgia de lo que alguna vez fue.
Por algo quiere irse, y ese algo no siempre eres tú.
Tú ya diste: tus manos fueron abrigo, tu voz fue refugio, tus días fueron un altar donde pusiste lo mejor de ti.
La atendiste en sus noches frías, la cuidaste cuando se quebraba, pusiste tu tiempo y tu energía como quien riega una tierra que cree fértil.
Y aun así, no floreció.
Es que su hambre no era de lo que tú podías dar.
Hay personas que no saben quedarse, aunque se les construya un hogar con paredes de ternura.
Hay corazones que, aun llenos, buscan otros puertos porque confunden el amor con la novedad.
Y ahí estabas tú, probando una y otra vez tu cariño, como si el amor fuera un examen que ella debía corregir con su mirada.
¿Y qué clase de vida es esa, en la que uno vive temiendo no pasar la prueba?
Eso no es amor: es un laberinto sin salida, un corredor interminable donde corres detrás de una sombra que no se detiene a esperarte.
Nadie debería mendigar afecto.
Nadie debería suplicar que lo elijan.
El amor real no se negocia, no se conquista a diario con sacrificios forzados:
es un lugar donde se descansa de la guerra, no un campo de batalla donde se pelea por un espacio que debería ser tuyo desde el inicio.
Por eso, déjala que se vaya.
No como quien pierde, sino como quien se libera.
No como quien cierra la puerta con rencor, sino como quien abre ventanas para que entre el aire nuevo.
Deja que cruce el umbral, porque quedarse con quien no quiere estar es la peor soledad que existe.
Y cuando el silencio llene la habitación,
cuando mires la silla vacía y sientas el hueco en el pecho,
recuerda que no se ha llevado lo que más importa:
tú sigues aquí, intacto en tu esencia, invicto en tu valor.
Ese es tu verdadero tesoro.
Un día, cuando el dolor ya no arda, entenderás que no fue un final, sino un comienzo.
Porque quien se va, deja espacio para quien sabrá quedarse.
Y tú, que aprendiste a soltar, también aprenderás a recibir.
