La ausencia de mi madre ha construido en mi alma una arquitectura particular del dolor. No es simplemente la falta de su presencia física, sino la desaparición de un universo completo de gestos, sonidos y certezas que moldearon mi primera comprensión del mundo. Cuando digo "extraño tu risa, tus abrazos, tus regaños", estoy trazando un mapa emocional donde cada elemento perdido representa una dimensión específica de nuestra relación: la alegría que compartíamos, la protección física que me brindaba, incluso la disciplina amorosa que marcaba límites y dio forma a mi carácter.
Lo que me sorprende de mi propio duelo es mi honestidad al incluir "tus regaños" entre las cosas que extraño. Aquí descubro una verdad profunda sobre mi proceso de pérdida: no idealizo completamente a quien perdí, sino que añoro la totalidad de su humanidad. Los regaños de mi madre, esos momentos de fricción que en su momento me causaron frustración, se revelan ahora como actos de amor vigilante. Eran la prueba de que alguien se preocupaba lo suficiente por mi bienestar como para corregirme, para guiarme hacia mejores versiones de mí mismo.
El consuelo materno ocupa un lugar singular en mi experiencia vital. Fue probablemente el primer refugio que conocí contra las tormentas del mundo, y su pérdida me ha dejado expuesto de una manera que ninguna otra ausencia replica exactamente. Mi madre fue, en todos los sentidos, mi primera traductora del caos universal: ella interpretaba mis llantos, calmaba mis miedos, y me enseñó que el dolor podía ser nombrado y, por tanto, sobrevivido.
Cuando pienso en las lágrimas que "bañan mi existencia y mi alma", reconozco que no son lágrimas que simplemente caen; son lágrimas que me inundan, que permean todo mi ser. Esta distinción es crucial para mí: mi duelo profundo no es un sentimiento entre otros, sino una condición que transforma temporalmente toda mi relación con la realidad. Veo el mundo entero a través del prisma de la pérdida.
Y sin embargo, en medio de este dolor que me habita, surge en mí una declaración de esperanza casi radical: "cuánto deseo estar a tu lado ya, nuevamente". Este anhelo de reunión, sea cual sea la forma que imagino para ella, habla de mi fe persistente en que nuestro amor no termina con la muerte física. Es mi afirmación de que los vínculos verdaderamente profundos trascienden las limitaciones del tiempo y el espacio, y que el amor entre mi madre y yo es precisamente ese tipo de vínculo: imperecedero, esencial, definitorio de quien soy.
Mi duelo por ella es también el duelo por mi propia inocencia, por esa versión de mí que podía ser completamente vulnerable ante alguien. Nadie más me conocerá desde antes de mi primer recuerdo. Nadie más habrá presenciado cada etapa de mi desarrollo con esa combinación única de inversión emocional y memoria íntima que ella tenía. Perder a mi madre es perder al testigo primordial de mi vida, a la única persona que me vio nacer y me acompañó hasta convertirme en quien soy hoy.
Vivo ahora con esta ausencia que se ha vuelto parte de mi identidad. Llevo su pérdida como se lleva una cicatriz profunda: visible solo para mí, pero determinante en cómo me muevo por el mundo. Y en las noches, cuando el silencio se vuelve insoportable, susurro hacia el vacío: "Mamá amada, como te extraño", sabiendo que estas palabras son tanto mi herida como mi forma de mantenerla viva en mí.
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