y elegí la piedad que tú negaste,
pensé en tu dolor, en tus desvelos,
mientras tú mi alma destrozaste.
cada cual entrega lo que lleva dentro:
tú me diste espinas, yo clemencia,
tú el veneno, yo el agua y el sustento.
Alguien te partió antes de mis días,
alguien te enseñó que amar es guerra,
y yo, inocente, pagué sus fechorías,
sacrificio en tu altar de piedra y tierra.
Quizás mi ruina haya sanado tu quebranto,
quizás mis lágrimas lavaron tu pecado,
quizás al destruirme lograste tanto
que de tus propias ruinas has brotado.
No me avergüenzo de este llanto,
porque solo llora quien amó de veras,
y mi dolor es prueba y testimonio
de que aposté con el corazón de ceras.
Me dijiste que jamás harías daño,
juraste ser distinto al resto,
y tenías razón en lo extraño:
nadie me había destrozado como esto.
Nadie llegó tan hondo a la guarida
donde guardaba mi confianza pura,
nadie me arrancó de la vida
tanto llanto, tanta quemadura.
Me sacaste lágrimas que ignoraba,
sollozos de un abismo desconocido,
lloraste partes de mí que no lloraban,
quebraste lo que siempre había sido.
Pero me alzo ahora entre los restos,
recojo mi dignidad del suelo,
y aunque mi corazón traiga estos gestos
de cicatrices, emprendo el vuelo.
Adiós, entonces, sin rencor ni ira,
adiós con la frente levantada,
que tu lección, aunque cruel, conspira
a que nunca más sea derribada.
Que aprendas tarde, cuando ya no importe,
que los corazones puros son sagrados,
y que quien destruye al que le da su norte
vive condenado entre fantasmas del pasado.

