No tocan la puerta ni preguntan si
estamos listos.
Solo entran. Se instalan.
Nos reordenan el alma como quien abre
una maleta vieja y la vacía sin permiso.
Y entonces sucede:
Un susurro se levanta desde
el fondo del pecho, como un golpe
suave que sirve de despertador
para un sueño que no
sabíamos que dormía.
Un eco tibio resopla en el alma,
y la calma habitual comienza a quebrarse,
no con estruendo,
sino con la dulzura de lo inevitable.
No sé si estoy preparado.
No sé si alguien lo está alguna vez.
Las certezas se esconden justo
cuando más las necesitamos.
Y mientras tanto, mariposas
que no sabía que habitaban en mis
entrañas revolotean con torpeza,
como si también ellas estuvieran
confundidas por esta irrupción.
Porque hay llegadas que parecen
principio… y otras que parecen prueba.
Quizás esta sea ambas.
Y yo, con el corazón desordenado,
me descubro contemplando el horizonte,
buscando una señal, una seña, un aviso.
Pero no hay nada.
Solo este presentimiento que arde suave.
Solo este temblor que no se ve.
Solo este instante en que comprendo,
al fin, que lo más importante de las
llegadas no es estar preparado,
sino estar presente.