Donde hubo jardines, ahora crecen zarzas de silencio,
y cada ausencia es una habitación que se cierra
con el peso de mil cerrojos invisibles.
Se acumulan como charcos estancados
donde flotan los restos del naufragio:
fotografías que mienten, promesas oxidadas,
el eco hueco de risas que ya no suenan.
He aprendido que el dolor tiene arquitectura propia:
pasillos que no conducen a ninguna parte,
escaleras que suben hacia abismos más profundos,
ventanas tapiadas donde antes entraba la luz.
La tristeza no visita, se muda.
Trae maletas llenas de piedras
y las acomoda en mi pecho como muebles definitivos.
Cada afecto perdido es un cuarto más vacío,
cada despedida, una pared que se levanta.
Dicen que la esperanza existe,
pero yo solo la encuentro perdida
en los laberintos de la oscuridad,
dando vueltas como una polilla ciega
que busca una llama que se apagó hace tiempo.
Ya no soy el de antes.
Esa persona murió de a poco,
célula por célula, sonrisa por sonrisa,
hasta que solo quedó este cascarón
que camina por inercia entre los vivos.
Y sin embargo, aquí estoy
respirando este aire denso de ausencias,
alimentando con mi sal los mismos pesares,
sobreviviendo en este país extranjero
que alguna vez llamé mi vida.
Las noches son océanos donde me hundo sin luchar.
Los días, desiertos que cruzo descalzo.
Y en algún rincón remoto de este laberinto sin fin,
quizás la esperanza aún enciende una cerilla temblorosa
pero su luz no alcanza hasta aquí,
donde yo habito entre las ruinas de lo que fui.
PD. Cada día se hace mas difícil manejar la tristeza

