El cielo perdió sus colores con tu partida. Como si un pintor hubiera derramado agua sobre su lienzo recién terminado, los azules se diluyeron en grises, los dorados del atardecer se desvanecieron en sombras pálidas. Ya no encuentro ese brillo especial que solo tus ojos podían ver, esa manera única que tenías de señalar las formas en las nubes y convertir un día ordinario en una aventura de imaginación y asombro.
Las calles que solíamos recorrer ahora son senderos vacíos de memoria. Me he dado cuenta, con el peso de la ausencia sobre mis hombros, que los de adelante no son importantes si los de atrás se van. ¿Cómo podría el futuro brillar con la misma intensidad cuando las luces que iluminaban mi camino se han extinguido? Las nuevas voces suenan huecas, las nuevas risas carecen de esa melodía que hacía vibrar mi alma. El presente se convierte en un eco distante del pasado, un reflejo empañado de lo que fue y ya no volverá a ser.
En las noches, cuando la soledad se vuelve más pesada, tus recuerdos no dejan que llegue un nuevo amor. Se aferran a mi corazón como enredaderas persistentes, floreciendo en cada rincón de mi memoria. Cada intento de avanzar se convierte en una batalla contra tu fantasma, que aparece en cada canción que escucho, en cada lugar que visito, en cada abrazo que intento dar. Los nuevos encuentros se marchitan antes de florecer, sofocados por el peso de tu recuerdo perfecto, inmutable, eternamente preservado en el ámbar del tiempo.
Pero en medio de esta oscuridad, cuando el peso de la ausencia amenaza con hundirme, encuentro un rayo de luz que atraviesa las nubes. Gloria a ti, mi Señor, gracias una vez más, me sacaste de la angustia. En la profundidad de mi dolor, descubro una fortaleza que no sabía que tenía, una paz que trasciende el entendimiento. Es en este momento de rendición cuando comprendo que el amor verdadero no debe ser una prisión de recuerdos, sino un jardín que, aunque marchito, puede volver a florecer.
Y así, mientras observo el cielo que alguna vez perdió sus colores, comienzo a distinguir nuevos matices en el horizonte. No son los mismos de antes, nunca lo serán, pero tienen su propia belleza, su propia historia por contar. Quizás la verdadera lección no está en recuperar lo perdido, sino en aprender a ver la belleza en los nuevos amaneceres que la vida nos regala, aun cuando nuestro corazón añora los atardeceres del ayer.
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