Hay noches que arden en la memoria como brasas eternas, donde las horas se fundían en suspiros y las estrellas eran testigos mudos de nuestra danza prohibida. Noches donde el reloj se detenía justo cuando la luna alcanzaba su cenit, y nuestros cuerpos escribían poemas sin palabras sobre sábanas que guardaban secretos.
En aquellas madrugadas de noviembre, cuando el frío se rendía ante el calor de nuestras pieles encontradas, el universo entero cabía entre cuatro paredes. Cada beso era una constelación nueva, cada caricia un camino inexplorado en el mapa de nuestros deseos.
Recuerdo el perfume de la medianoche mezclado con el sabor de tus promesas, cuando la oscuridad era nuestra cómplice y el silencio se rompía solo con el susurro de nuestros nombres. Momentos donde el tiempo era un concepto ajeno, y la realidad se diluía en el roce de nuestras almas desnudas.
Ahora, esas noches viven en un rincón sagrado de la memoria, como un vino añejo que mejora con el tiempo. No con nostalgia, sino con la satisfacción de quien ha saboreado el néctar de los dioses y ha sobrevivido para contarlo. Porque hay amores que no necesitan eternidad para ser perfectos, solo necesitan ser verdaderos mientras duran.
Y aquí estoy, dueño de mi presente, recordando aquellas noches no como quien añora lo perdido, sino como quien atesora lo vivido. Porque hay placeres que el tiempo no puede borrar, y hay fuegos que, aunque se apaguen, dejan sus brasas ardiendo en la memoria de la piel.
La pasión verdadera no muere, solo se transforma. Y en cada luna llena, en cada noche de noviembre, mi alma sonríe sabiendo que fui protagonista de historias que merecían ser vividas, de noches que merecían ser eternas.
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