En el Umbral de la Aurora: Reflexiones al Cierre del 2025


Por: Ricardo Abud

Aquí estoy, en estas últimas líneas del 2025, sosteniéndose entre mis manos como quien sostiene pétalos de rosa antes de soltarlos al viento. El año se despide con la ternura de un viejo amigo que sabe que volveremos a encontrarnos en los recuerdos, y yo lo abrazo de vuelta, agradecido por cada cicatriz que se convirtió en sabiduría, por cada lágrima que regó el jardín de mi alma. Las luces del 2025 se apagan como brasas que aún dan calor. No es un final: es una respiración profunda antes del siguiente paso. La vida, con su vocación de vértigo, sigue girando en espirales impredecibles, cargadas de intensidad, como si cada vuelta fuese una invitación a confiar más y controlar menos. En ese temblor sagrado, aprendo a decir gracias.

Gracias por lo vivido, incluso por lo que dolió. Gracias por los caminos que no entendí en su momento y que hoy revelan su propósito como constelaciones tardías. Gracias por las manos que sostuvieron, por las despedidas que enseñaron a soltar, por las llegadas que me recordaron que aún hay asombro. Gracias por las bendiciones visibles y por las que trabajaron en silencio, preparando el terreno de lo que está por venir.

El 2026 se presenta como un umbral. No como una promesa ruidosa, sino como una puerta de madera antigua que cruje al abrirse: honesta, firme, confiable. Un año para vivirlo con los pies en la tierra y la mirada en el horizonte; para agradecer lo que fue y abrazar lo que será. Un año para caminar un día a la vez, aceptando que mutar no es traicionarse, sino obedecer al pulso del tiempo que nos afina.

La vida sigue dando vueltas inesperadas llenas de mucha intensidad, como un vals cósmico donde a veces yo guío y a veces me dejo llevar; donde cada giro vertiginoso es una invitación a confiar más profundo, a amar más fuerte, a vivir más despierto. Y en medio de este baile impredecible, decreto con todo mi corazón: en la última semana del 2026 estaré en el Polo Norte, abrazando la aurora boreal. Y cuando nazca el 2027, estaré en Capadocia, comenzando el año donde la tierra misma parecía soñar.

Imagino el cierre del 2026 en el Polo Norte: la noche como un manto de terciopelo, el frío como una verdad clara, la aurora boreal desplegándose en silencios verdes y violetas, como si el cielo respirara conmigo. Estar allí será más que un viaje: será una plegaria cumplida, un acto de fe encendido en el aire. Abrazar la aurora será abrazar la certeza de que lo imposible también aprende a pronunciar nuestro nombre.

Y después, en Capadocia, como un sueño de piedra y viento. Globos elevándose al amanecer, la luz tallando historias en la roca, el inicio respirando lento. Comenzar así no será huida, sino regreso: al asombro, a la gratitud, a la calma que sabe de dónde viene. No son palabras vacías. Son semillas de luz que plantó hoy en la tierra fértil de mi fe, sabiendo que el universo conspira a favor de quienes se atreven a soñar con los ojos abiertos.

Este año me ha enseñado a mutar como muta la mariposa dentro de su capullo de seda, disolviéndose completamente, entregándome al misterio de la transformación sin aferrarme a quien era ayer. He aprendido que mutar no es traicionarse; es florecer. Es permitir que el tiempo, ese alquimista generoso, convierte el plomo de nuestros miedos en el oro de nuestra valentía.

Muto en la medida que el tiempo avanza, y lo hago con ternura hacia mí mismo. Como el río que talla cañones con la paciencia de siglos, como la luna que crece y decrece sin perder su esencia, yo también me permito cambiar sin dejar de ser. Cada versión de mí que dejo atrás no muere: se integra, se convierte en cimiento sobre el cual construyó quién estoy siendo ahora.

Las bendiciones han caído sobre mí como lluvia de estrellas en agosto. Algunas las atrapé con las manos extendidas; otras me golpearon el pecho y me despertaron del sueño de la comodidad. Doy gracias por cada una de ellas. Por las bendiciones que llegaron disfrazadas de pérdidas y que, al quitarse la máscara, resultaron ser maestras de compasión. Por las bendiciones que llegaron como alegrías puras, como abrazos inesperados, como amaneceres que pintaron de esperanza mis horizontes.

Doy gracias por las bendiciones que pude nombrar y por aquellas tan sutiles que solo mi alma reconoció: el olor del café en una mañana difícil, la canción que llegó justo cuando necesitaba escucharla, la fuerza que apareció cuando pensé que ya no me quedaba ninguna. Y doy gracias, también, por las bendiciones que están por recibirme, esas que ya viajan hacia mí como luz de estrellas lejanas, atravesando la oscuridad para llegar justo a tiempo.

La vida está dando un giro inesperado, y yo lo recibo como quien recibe una carta de amor del destino. Estoy listo para lo que Dios disponga. No con resignación, sino con el corazón tan abierto que duele de pura esperanza. Porque he aprendido que rendirse no es debilidad; es la fortaleza más refinada, es el coraje de soltar el control y confiar en que hay manos más sabias tejiendo el tapiz de mi vida.

Vivo un día a la vez porque he descubierto que es ahí, en el presente puro, donde Dios habita. Ni en el ayer que ya se fue como humo, ni en el mañana que aún es promesa, sino aquí: en este respiro entre pasado y futuro, en este latido exacto de mi corazón. Cada día es un universo completo, una oportunidad de amar más profundo, de perdonar más rápido, de agradecer con más sinceridad.

Y ahora, cuando cierro los ojos, me veo ahí: última semana del 2026, parado en el Polo Norte, donde el mundo se inclina sobre su propio eje. El frío es tan intenso que cada respiración se convierte en oración visible, en humo blanco que se eleva como incienso hacia el cielo negro. Y entonces aparece: la aurora boreal.

Esa sinfonía de luz que no necesita sonido, ese poema cósmico escrito con rayos de sol atrapados en el campo magnético de la Tierra. Verde esmeralda que danza como esperanza líquida, violeta que pulsa como un corazón en el cielo, amarillo que estalla como risa de los dioses. La abrazo, no con los brazos, porque ¿cómo abrazas la inmensidad? sino con todo mi ser. Me paro bajo su luz con el rostro alzado, con lágrimas congelándose en mis mejillas, y le digo al universo: "Gracias por traerme hasta aquí. Gracias por cada paso que me condujo a este momento".

Allí, donde la noche dura meses y el silencio es tan profundo que puedes escuchar tu propia alma respirar, entenderé algo que ya sospecho: que los finales son tan sagrados como los comienzos. Que despedir un año es un acto de amor y de honra. El 2026 se despedirá en mi corazón bajo las cortinas de luz más bellas de la naturaleza, y yo lo dejaré ir con ternura, sabiendo que me dio todo lo que necesitaba para convertirme en quien soy.

Y cuando el 2027 despierte, joven, nuevo, lleno de posibilidades, estaré en Capadocia. Tierra que parece esculpida por los sueños; esas chimeneas de hadas que se alzan como dedos de gigantes apuntando al cielo, ese paisaje lunar donde la piedra cuenta historias milenarias. Al amanecer, cuando los globos comiencen a elevarse como pensamientos coloridos, yo también me elevaré.

Será el contraste perfecto: del hielo eterno a la piedra antigua, del extremo norte al corazón de Anatolia, del silencio polar al viento que canta entre las rocas. Comenzar el año allí será como plantar una semilla en tierra bendita.

Porque la esperanza no es ingenua, es valiente. Mira al futuro sabiendo que habrá tormentas y decide amar de todas formas. Es el músculo más fuerte del corazón, el que nos permite levantarnos y decir: "Sí, otra vez, siempre sí".

Y yo digo sí. Sí a la vida con toda su intensidad. Sí a las vueltas inesperadas. Sí a mutar, a disolverse y vivir intensamente. Sí a las bendiciones que reconozco y a las que aún no puedo ver. Sí a lo que Dios disponga, con una confianza tan profunda que es fe verdadera.

Mientras el 2025 exhala su último suspiro, yo inhalo con gratitud todo lo que fue. Cada alegría que me hizo volar y cada dolor que me dio firmeza. Todo ha sido necesario para traerme a este umbral. Las bendiciones que estoy por recibir ya están en camino; las siento como el amanecer que todavía no se ve, pero que ya cambia el color del cielo.

Gracias, susurro al universo. Gracias por la aurora boreal que me espera y por la fe que me sostiene. Gracias por enseñarme que vivir un día a la vez es la forma más pura de libertad.

Que venga el 2026. Que venga la transformación. Que venga la aurora a pintar mi cielo de promesas cumplidas. Estoy listo. Estoy agradecido. Estoy completamente, radicalmente, maravillosamente vivo.

Si la vida decide girar de nuevo, eso hará que me encuentre disponible. Que el amor sea el idioma del año por venir; que la esperanza sea una práctica diaria. Al cerrar el 2026, diré gracias otra vez. Por haber llegado. Por haber cambiado. Por haber creído.

La vida me llevará al Polo Norte en la última semana del 2026, y allí, bajo la danza celestial, cerraré un ciclo con gratitud infinita. Y cuando nazca el 2027, estaré en Capadocia, comenzando un nuevo capítulo en tierra de milagros.

Esto no es un deseo. Es una certeza que grabo en mi alma.

Que así sea. Gracias, gracias, gracias. Amén.


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Ricardo Abud (Chamosaurio)

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. M.Sc.Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en, Union County College, NJ, USA. Email: chamosaurio@gmail.com

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