Escribí mil cartas a mi tierra
desde mi pequeño cuarto en Moscú,
antes de llegar a su destino.
Pero cada palabra que no envié
se quedó grabada en estas calles,
en cada esquina donde lloré
por la distancia y el silencio.
La Universidad guardó mis lágrimas
en sus bibliotecas infinitas,
entre libros que hablaban de mundos
que yo apenas comenzaba a conocer.
Ahora sé que esas cartas perdidas
eran semillas que plantaba el alma
en tierra extraña que se volvió propia
con el riego constante del recuerdo.
