El alma es un jardín de vidrio,
frágil, húmedo, con raíces de silencio.
Hay que regarla con lentitud,
no con agua, sino con instantes
que se deslicen como seda entre los dedos.
No dejes que la noche se pudra en sus esquinas,
ni que el invierno muerda sus brotes verdes.
Hay que podar las sombras con cuidado,
arrancar las malas hierbas del rencor,
y darle sol, pero no demasiado,
que hasta la luz, en exceso, quema.
A veces, habrá tormentas que la doblen,
vientos que la azoten hasta el suelo.
Pero si las ramas saben aguantar,
si las hojas no olvidan su canción,
el jardín volverá a erguirse,
aun con cicatrices de rocío.
Cuídala como a un pájaro sin plumas,
como a un verso recién nacido,
como al último suspiro de la tarde.
Porque el alma no es piedra,
ni fuego, ni huracán:
es semilla y crisol a la vez.
Y cuando sientas que el mundo te muerde,
acuéstate junto a tus flores,
escucha cómo crecen en la oscuridad,
suspira y enloquece.