jueves, mayo 29, 2025

El universo en la palma de Aisha, conversando con mi abuelito


El sol de la tarde caía lento sobre el jardín, tiñendo de dorado las hojas del viejo árbol de mango que aún daba frutos dulces. Aisha, con sus doce años recién cumplidos, estaba sentada en el banco de madera con su tablet sobre las piernas, los dedos moviéndose con destreza por la pantalla, como si llevara toda la vida usando ese pequeño aparato.

Del otro lado del jardín, su yo, la miraba desde mi mecedora, una taza de café en las manos y una sonrisa serena. La observaba con la misma calma con la que uno mira crecer una planta: sabiendo que cada momento juntos era valioso, sencillo, y lleno de sentido.

—Abuelito —dijo Aisha sin apartar los ojos del aparato—, ¿tú sabías que con inteligencia artificial se puede hacer arte? Música, pinturas, y muchas otras cosas más?.

Me acomode los lentes y deje la taza sobre la mesita de hierro forjado.

—¿Y eso es bueno o es malo, mi niña bella? —pregunte con la voz pausada, como quien ha aprendido a no tenerle miedo al no saber.

Aisha me miró por primera vez en esa tarde. Tenía los ojos grandes, atentos, llenos de vida.

—No sé, abuelito. Algunos dicen que es trampa. Pero yo creo que es como tener un pincel nuevo. Igual uno tiene que saber qué quiere pintar.

-sonreí.

—Eso suena muy sabio. Como decia mi mama, tu bisabuela Aura,  no es la olla lo que hace el guiso, sino la mano que lo revuelve con cariño y amor.

Aisha rió y se acercó a mi, dejando la tablet a un lado sobre el banco.

—Abuelito, ¿y tú jugabas con cosas así cuando eras niño?

La risa entre dientes me surgió de manera espontánea, tacándome la barba cana y mire al cielo, como quien busca una memoria querida.

—No, mi ni;a. Mi tecnología era un palo de escoba con el cual jugábamos chapita, el beisbol de niños. Jugábamos a correrle por la calle de tierra a policías y ladrones, jugábamos a escondernos, la ere, trompo, perinolas, metras y otros juegos de la época ala en mi querido y recordado 23 de enero. Y cuando apareció el televisor en blanco y negro, fue como descubrir algo que parecía imposible, así como cuando vi por primera vez, la llama que brotaba de una cocina a gas. Pero no, no teníamos pantallas que respondieran al tacto. Lo que tocábamos eran libros, tierra y madera.

Aisha se acurrucó a mi lado, apoyando la cabeza en mis brazos.

—¿Y no era aburrido?

—No. Porque teníamos tiempo para mirarnos a los ojos. Para contar historias sin apurarnos. Para escuchar el viento y conversar con él.

Aisha se quedó callada. Por un momento, la tablet dejó de importar. Solo estaban ella, yo y la luz de la tarde.

—¿Me cuentas una historia tuya, abuelito?

Acaricie su cabello con la suavidad de quien quiere que ese instante dure siempre.

—Te voy a contar una que aún estoy viviendo —dije con voz bajita—. Trata de un abuelo que, sin saber mucho de tecnología, tiene una nieta brillante que le enseña cada día que el futuro no da miedo si se camina con amor. Y ese abuelo, aunque no entiende del todo cómo funciona una app o qué significa “cloud computing”, entiende que el corazón de su nieta vale más que cualquier pantalla. Y cada vez que ella le explica algo nuevo, él le agradece con una sonrisa larga y sincera y lo mejor que cuando ella estaba a su lado en nunca se entretenía, solo disfrutaba mirala con mucho amor.

Aisha levantó la mirada. Sus ojos brillaban con ternura.

—¿Y cómo termina la historia?

Bese su frente con cuidado.

—No termina, mi niña bella. Porque mientras tú sigas viniendo a contarme tus descubrimientos, y mientras yo tenga palabras para devolverte historias, la historia sigue. Es nuestra.

Nos quedamos en silencio. La mata de mango dejó caer una fruta madura sobre el jardín. El mundo seguía cambiando, con nuevas herramientas y formas de comunicarse. Pero allí, en ese rincón cálido del jardín, todo era sencillo y profundo. Porque la tecnología puede ser asombrosa, pero nada se compara a una conversación honesta entre quienes se quieren de verdad, mirándose a los ojos, interactuando y poniendo en juegos sus cinco sentidos.

Y Aisha, sin notarlo del todo, acababa de aprender una lección que llevaría consigo toda la vida: que lo más importante no se encuentra en una pantalla, sino en los ojos de quien te escucha con amor.

Siempre será maravilloso tener las manos libres de tecnología para explorar a través de nuestros sentidos el afecto, el cariño y el amor que profesamos a nuestros seres queridos, debemos desconectarnos siempre cuando estamos cerca de quienes amamos. 


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