Agrietando el suelo de mi antigua mansedumbre.
Cada espina de dolor se transforma en un puñal de luz
Que talla senderos por mi paisaje interno.
Que incendia los muros de mi antigua sumisión.
Mis lágrimas se cristalizan en fragmentos de verdad,
Cortantes como vidrios de un espejo roto.
Avanzo, temblando, sobre la piel de mis heridas,
Cada paso un ritual de resurrección silente.
Mi alma se despliega como un águila de cenizas,
Arrancando jirones de silencio ancestral.
No es la mansedumbre lo que me redime,
Sino el fuego que danza en mis arterias rebeldes.
Mis gritos, antes ahogados, ahora son cánticos
Que desgarran los velos de la conformidad.
Y en este viaje de transmutación salvaje,
Cada cicatriz es un verso, cada dolor un maestro.
Ya no soy el eco de lo que otros esperaban,
Soy la huracán que se nombra a sí misma.