y un muro de sal creció en la vieja vía.
Nadie pasa ya por allí,
solo el eco de un latido que se fue.
con el poso amargo de una melodía
que no se atreve a sonar,
por miedo a despertar al guardián.
El aire, de pronto, se vuelve espeso,
como un nudo de hierro en el universo.
Una mirada quieta, un frío en el pecho,
un presagio de lluvia cuando el cielo está seco.
No es su nombre el que grita el viento,
son las grietas del mármol, él resquebrajamiento.
No es su rostro el que pinta la niebla,
es la sombra de un hacha que nunca se ceña.
Caminas con tiza, marcando el sendero,
borrando las huellas con tiento y esmero.
Pero alguien en su torre de cristal roto,
lee fantasmas en cada suspiro que exhalas
y confunde el rocío con lágrimas,
el trigal con un campo de balas.
La tierra tiene surcos que el arado no hizo,
cicatrices alargadas de un frío imprevisto.
Y en el mapa del pecho, una zona cercada:
territorio de nadie, paz vigilada.
Es el realismo áspero de lo que no se nombra:
la losa en el jardín, la espina en la alfombra.
Una guerra silente donde no hay vencedor,
solo un espejo opaco que perdió su calor.
