Por: Ricardo Abud
Hay algo profundamente perturbador en la velocidad con la que el mundo sigue girando cuando nosotros ya no estamos aquí para verlo.
Imagina por un momento ese día inevitable: las lágrimas iniciales se secan más rápido de lo que esperábamos, las conversaciones cambian del dolor a los planes prácticos, del recuerdo a la rutina.Algún día, tu cuerpo descansará en silencio, y el mundo seguirá su curso sin detenerse. Las lágrimas correrán por algunas mejillas, pero no tardarán en secarse. Las voces que lloraban por ti pronto cambiarán de tono y empezarán a hablar del clima, del trabajo, de lo cotidiano. El café se servirá, la comida se repartirá, y alguien revisará el reloj porque tiene que volver a casa temprano. No es crueldad, es simplemente la vida, que no se detiene.
Tu nombre empezará a sonar menos. Alguien lo mencionara con ternura una tarde, pero poco a poco dejará de aparecer en las conversaciones. El asiento que ocupabas quedará vacío y, aunque por un momento dolerá, pronto será ocupado por otras rutinas, otras risas, otras urgencias.
Ese trabajo al que dedicaste años buscará reemplazo en cuestión de días. Ese proyecto que tanto te desvelaba quedará en manos de alguien más. Tus hijos, tus amigos, tu pareja... seguirán viviendo, porque eso es lo que aprendemos a hacer: seguir. No es olvido, es supervivencia.
En esas primeras horas después de nuestro último aliento, mientras algunos todavía sienten el peso de la pérdida, otros ya están pensando en el menú para después del servicio. Las excusas para no asistir llegan por teléfono: compromisos previos, viajes de trabajo, la vida que no se detiene por nadie. Nuestro escritorio en la oficina será limpiado y ocupado por alguien nuevo antes de que las flores de nuestro funeral se marchiten.
Los días de luto oficiales terminan. Nuestros seres queridos regresan a sus vidas porque el mundo no les concede más tiempo para el dolor. Y en algún momento quizás mientras ven una película que solíamos disfrutar juntos volverán a reír. Genuinamente. Y por un instante, casi olvidarán que ya no estamos.
Esta realidad no es cruel, simplemente es humana. Es la forma en que la vida se protege a sí misma, cómo sana, cómo continúa. Pero también es una lección devastadoramente clara: si vamos a ser recordados sólo por momentos, y luego incluso esos momentos se desvanecerán, ¿para quién has estado viviendo?
¿Cuántas veces callaste tu voz para encajar? ¿Cuántas veces postergaste tu alegría por miedo al juicio ajeno? ¿Cuántas veces olvidaste tus propios sueños por complacer a otros que, al final, no se detendrán mucho tiempo a pensarte?
Nos consumimos preocupándonos por la opinión de personas que, en el gran esquema de las cosas, apenas piensan en nosotros. Construimos nuestras decisiones alrededor del miedo al qué dirán, cuando la verdad incómoda es que la mayoría del tiempo no están diciendo nada sobre nosotros en absoluto.
Esta no es una invitación a la rebeldía egoísta. Es un llamado urgente a la autenticidad. A dejar de temer tanto. A vivir con más verdad, más piel, más alma. Porque la única vida que realmente puedes vivir es la tuya, y se va tan rápido que duele solo pensarlo.
Si nuestra huella en la memoria de otros es tan frágil, ¿no deberíamos vivir primero para nosotros mismos? ¿No deberíamos perseguir lo que genuinamente nos hace sentir vivos, en lugar de lo que creemos que nos hará ver bien ante los demás?
La vida es un préstamo temporal, y cada día que pasamos viviendo para las expectativas ajenas es un día que no recuperaremos. Cada risa que no nos permitimos, cada sueño que aplazamos por miedo al juicio, cada "no" que no dijimos cuando queríamos decirlo, todo eso se va con nosotros.
Al final, la única aprobación que realmente importa es la nuestra. La única vida que verdaderamente podemos vivir es la propia. Y si vamos a ser olvidados de todas formas, que sea después de haber vivido auténticamente, intensamente, sin disculpas.
Porque cuando llegue ese último día, lo que importará no será cuánto duramos en la memoria de otros, sino qué tan plena fue la experiencia de haber estado aquí, de haber sido nosotros mismos, sin máscaras ni pretensiones. Tu felicidad no es un lujo; es lo único que realmente te pertenece.
Todo lo demás puede ser arrebatado. Los trabajos desaparecen, las relaciones cambian, la salud fluctúa, el dinero se esfuma. Las posesiones materiales se rompen, se pierden, se vuelven obsoletas. Incluso nuestro cuerpo, que creemos tan nuestro, está prestado por el tiempo. Pero la capacidad de elegir la felicidad, de encontrar luz en medio de la oscuridad, de decidir qué perspectiva adoptar ante cada circunstancia, eso sí es genuinamente tuyo.
Sin embargo, vivimos como si fuera lo contrario. Postponemos la felicidad hasta que tengamos el trabajo perfecto, la pareja ideal, la casa soñada, el cuerpo deseado. La condicionamos a logros futuros, a la aprobación de otros, a circunstancias externas que pueden o no llegar nunca. Mientras tanto, los días pasan y nuestra felicidad sigue en una lista de espera interminable.
¿Cuántas veces has sentido culpa por estar contento cuando otros sufren? ¿Cuántas veces has minimizado tu alegría para no "presumir"? ¿Cuántas veces has sacrificado tu bienestar emocional por complacer a alguien más? Como si tu felicidad fuera un recurso limitado que, al usarlo, le quitas a otros la posibilidad de tenerla.
Pero la felicidad no funciona así. No es un pastel que se acaba al repartirlo. Al contrario, es contagiosa, se multiplica, se expande. Cuando eliges ser feliz, no solo te estás dando un regalo a ti mismo, le estás dando permiso al mundo que te rodea para hacer lo mismo.
Tu felicidad no necesita justificación. No requiere de circunstancias perfectas, de la ausencia de problemas, de la aprobación ajena. No es egoísta buscarla, no es superficial priorizarla, no es ingenuo defenderla. Es, simplemente, tu derecho más básico como ser humano consciente.
Porque al final del día, cuando todo se desvanece y solo quedas tú con tus pensamientos en la quietud de la noche, la pregunta no es si los demás aprobaron tus decisiones o si cumpliste con todas las expectativas sociales. La pregunta es: ¿fui feliz? ¿Viví con alegría o sobreviví con resignación?
No esperes a que el mundo te dé permiso para ser feliz. No esperes a que se alineen las estrellas, a que llegue el momento perfecto, a que todos los problemas se resuelvan. La vida es ahora, y tu felicidad es tuya para tomarla.
Es hora de dejar de tratarla como un lujo y empezar a vivirla como lo que es: tu posesión más valiosa, tu responsabilidad más importante, tu regalo más genuino tanto para ti como para el mundo.
Haz las paces con tu historia. Ríe aunque no entiendan tu risa. Ama aunque te digan que no es el momento. Equivócate con pasión. No te debes una vida perfecta; te debes una vida que te haga sentir vivo. La vida no es eterna. Pero mientras dure, que al menos sea tuya.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario