donde las sombras bailan al compás,
se alzan dos luces, distintas en su esencia,
que a través del tiempo han de perdurar.
La primera es del fuego, antigua y ancestral,
que danza en hogueras con fulgor divinal,
sus llamas dan vida a la oscuridad,
cálida y vibrante, un abrazo celestial.
El fuego susurra su canción en la noche,
sus chispas danzan sin cesar,
iluminando el camino con su calor,
creando destellos en el vasto mar.
La segunda, en cambio, es de la electricidad,
un prodigio moderno de la humanidad,
un hilo de vida que se desliza invisible,
conectando mundos en su trayectoria.
La luz eléctrica brilla con intensidad,
un fulgor artificial que no se apagará,
sus destellos fríos, incansables,
iluminan ciudades con su resplandor.
Pero en la diferencia yace la verdad,
en la calidez del fuego y su abrazo leal,
en la electricidad y su frío fulgor,
dos luces, dos historias, cada cual especial.
El fuego es pasión, es ancestralidad,
es magia encendida que nos hace soñar,
mientras que la electricidad, con su poder,
nos conecta al mundo en un constante fluir.
Ambas luces, en su esencia, nos iluminan,
dos formas distintas de ver y sentir,
el fuego nos abraza con su calor,
mientras que la electricidad nos hace existir.
Así, en esta danza entre fuego y electricidad,
la luz nos envuelve, nos guía y nos inspira,
una transforma la noche en un lienzo estelar,
la otra nos conecta, nos impulsa a crear.
En la dualidad de estas luces radiantes,
encontramos la belleza y la diversidad,
pues cada una, en su esencia singular,
nos muestra un mundo lleno de posibilidad.
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