Por: Ricardo Abud
Existe en este mundo una criatura fascinante cuyo cerebro funciona como un router de los años 2000: intermitente, impredecible y con una tendencia alarmante a perder la conexión justo cuando más se necesita.
Esta especie, que habita principalmente en grupos de WhatsApp, de pareja y conversaciones de café, ha desarrollado un talento único para transformar situaciones cotidianas en episodios dignos de la telenovela más dramática.
Dicen que los cortes de luz paralizan ciudades, pero hay desconexiones que apagan almas. Hay días en que la señal apenas da para abrir una pestaña de conversación coherente, y otros en que, de plano, el sistema operativo se cuelga entre la nostalgia mal resuelta y la manipulación mal ensayada.
El fenómeno comienza sutilmente. Un comentario inocente sobre el clima se convierte en una interpretación shakespeariana sobre el estado emocional del universo. "Está nublado", dice alguien. Y de repente, ella percibe una crítica personal sobre su capacidad para brillar. El WiFi mental parpadea: conexión inestable.
En ocasiones, basta un gesto: ojos entrecerrados, cejas arqueadas, y esa sonrisa encriptada que da inicio a su telenovela mental. El resto del mundo podría estar hablando de física cuántica o del cambio climático, pero ella (perdón, esa señal errante) aterriza con su habitual nube de humo emocional, como si el universo aún girara en torno a su pobre conexión de datos internos.
Lo extraordinario de esta condición es su naturaleza selectiva. La señal funciona perfectamente para recordar aquella vez que alguien llegó cinco minutos tarde a una cita hace tres años, pero falla estrepitosamente cuando se trata de recordar conversaciones completas que ocurrieron ayer. Es como tener un disco duro que solo guarda los archivos de drama y borra automáticamente los de resolución de conflictos.
Quienes tienen la fortuna de orbitar alrededor de esta estrella de neutrones emocionales pronto descubren que han sido reclutados involuntariamente para una obra de teatro en la que nunca audicionaron. Son espectadores forzados de un monólogo interno que se ha vuelto externo, donde cada gesto, cada pausa, cada respiración es analizada con la intensidad de un detector de mentiras.
Lo más peligroso no es que su cerebro funcione en modo avión, sino que a veces intenta hacer actualizaciones de software, mientras camina sobre los sentimientos ajenos. Ahí es cuando instala aplicaciones nuevas como "Yo nunca dije eso", "Tú lo entendiste mal", o la infame "Solo fue una broma", que requiere permisos para entrar a tus recuerdos, reescribir la verdad y luego hacerte sentir culpable por haber notado algo.
A su alrededor, todos debemos cargar con el buffering de su lógica, esperando eternamente a que cargue una respuesta sincera o que su GPS moral se actualice. Pero no. Siempre hay una interferencia: tal vez una vieja herida que saca como excusa, o un trauma que usa como comodín. Y si el drama no existe, lo fabrica con papel maché y lágrimas recicladas.
Ella no necesita red social para hacer un escándalo. Con una mirada y dos palabras ("¿de verdad tú crees...?") ya lanza al mundo una miniserie emocional donde siempre es la víctima, el jurado y la directora de casting. Cualquiera que no siga su guión, automáticamente es acusado de "falta de empatía" o, peor aún, de "haber cambiado".
Y lo más curioso es que, cuando el WiFi de su conciencia vuelve si es que alguna vez estuvo estable, se disfraza de sensatez y dice cosas como "yo solo quiero lo mejor para todos", justo antes de dejar caer una bomba emocional camuflada de preocupación.
Así que sí, hay apagones que duran segundos. Pero hay cortes de señal humana que se extienden por años, arrastrando consigo amistades, amores y hasta la paz mental. El drama no es que se desconecte, es que se reconecta solo cuando quiere mandar un mensaje confuso a las tres de la mañana, te bloquea y te desbloquea según sea su necesidad.
La conversación más simple se convierte en un campo minado. "¿Cómo estuvo tu día?" ya no es una pregunta, sino un examen de múltiple opción donde todas las respuestas son incorrectas. La A) "Bien" se interpreta como indiferencia. La B) "Complicado" se convierte en una conspiración para excluirla. La C) "Cuéntame el tuyo" es obviamente una maniobra evasiva.
Esta persona (la señal= ha desarrollado un sistema de comunicación que desafía las leyes de la física. Sus mensajes existen en un estado de superposición: son simultáneamente claros y confusos, directos y crípticos. Un "está bien" puede significar cualquier cosa desde "realmente está bien" hasta "el mundo está acabando y tú eres el culpable".
Los demás se ven obligados a convertirse en arqueólogos del lenguaje, excavando significados ocultos en cada emoji, analizando el tiempo entre mensajes como si fuera código morse. ¿Por qué tardó 17 minutos en responder? ¿Qué significa ese punto al final de la frase? ¿Es passive-aggressive o genuinamente pasivo?
Su estado de ánimo funciona como el clima tropical: impredecible y extremo. Puede pasar del sol radiante al huracán categoría 5 en el tiempo que toma abrir una aplicación. Los pronósticos son inútiles; los barómetros, inadecuados. Quienes la rodean desarrollan un sexto sentido para detectar las tormentas que se aproximan, pero aun así son sorprendidos por granizadas emocionales en pleno verano.
Lo más cruel de esta situación es que no existe un número de atención al cliente para este tipo de router humano. No hay un "apague y vuelva a encender" que funcione. Los intentos de restablecer la conexión a menudo resultan en mensajes de error más complejos.
El soporte técnico improvisado que brindan amigos y familiares se convierte en un trabajo de tiempo completo no remunerado, donde cada "¿has intentado hablarlo?" es recibido con la misma hostilidad que un "¿haz intentado apagarlo y encenderlo de nuevo?" de un técnico desmotivado.
Al final, esta criatura deja tras de sí un rastro digital de conversaciones a medias, malentendidos archivados y una red de personas que han desarrollado TEPT (Trastorno de Estrés Post-Textual). Sus contactos aprenden a comunicarse en un código complejo de dobles sentidos y precauciones diplomáticas, como si estuvieran negociando un tratado de paz en zona de guerra.
Y así, mientras el mundo avanza hacia conexiones más rápidas y estables, algunos seguimos lidiando con estos routers humanos obsoletos que convierten cada interacción en una aventura de supervivencia digital. La verdadera tragedia no es la desconexión en sí, sino la incapacidad de actualizar el firmware del alma.
Porque al final, todos merecemos WiFi emocional de alta velocidad, no estas conexiones dial-up del corazón.
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